sábado, 24 de abril de 2010

Reacción



Mirando hacia arriba,
más allá de los pisos, de los vidrios
pasando el techo.
Mirando al frente,
más allá de la ventana:
¡ hoy me tiro!
más allá de los escritos:
¡hoy me marcho!
más allá de las voces, las palabras;
los mimos, las caricias:
¡hoy reacciono!

Mirando, oh musas, el caudal de posibilidades
sintiendo, oh sangre, el caudal de tu vida,
esperando, oh luna, el caudal de tu magia
me encuentro.
Mirando como se acercan tus uñas al color de
la muerte, como tu piel se deja conquistar
por esta noche; el color se adueña
poco a poco de todo tu cuerpo y cuando
su color te conquiste, te apagarás compañera.

Mirando como se alejan y vuelven
vuelven y se alejan.
Mirando como en sueños te acercas
y la vida, te separa, de mi lado
me quita tu latido, de mi lado
me deja sola, hablando con
mis entrañas o con esas agujas
que tanto detesto.

Mirando como me miento,
como no existo, más allá de lo que haga,
diga, sienta; lo que queda es un ser humano
intentando ser humana.

Sabrina García Witzler.

lunes, 19 de abril de 2010

Espectro

Bueno este es un cuento que escribí durante las vacaciones. El único que logre escribir en ese período. Es también mi primer cuento con un narrador protagonista. Les advierto que no es una historia muy feliz. Por favor dejen algún comentario, crítica, o lo que sea.
ESPECTRO
AUTOR: SANTIAGO GJURATOVICH

La primera vez que vi al fantasma fue durante el funeral de mis padres. Llevaba puesta esa extraña máscara suya: Completamente blanca, sin líneas que indicaran rasgo o gesto alguno, solo unas finas rendijas rojas para los ojos. Le quedaba a la perfección, y cubría por completo su rostro. Vestía (Bueno, no se me ocurre otra palabra para describirlo) una delgada tela azul que había sido enrollada varias veces alrededor de su cuerpo. Era enorme (al menos eso creo, es difícil saber, como nunca volví a verlo completamente erguido) debía de medir más de dos metros.
Pude observarlo con claridad a través de la lluvia, aunque nadie más parecía notarlo. Recuerdo que en aquel entonces no me pareció extraño ¿Qué esperaban? Era solo un niño, y tenía miedo.
Yo tendría seis, quizás siete años (no puedo decirlo con seguridad, cuando pienso en aquella época, todo se vuelve confuso). La noche anterior, toda mi familia había sido asesinada por un ladrón. No sé porqué lo hizo, realmente no teníamos tanto dinero. Mis padres solo eran doctores. Casi todo lo que ganaban se usaba para pagar la educación de mi hermana.
Un segundo estaba dibujando en mi pizarra y al segundo siguiente despertaba en el hospital. No quiero saber como sobreviví, ignoré a todos los que querían contármelo. Lo he olvidado por una buena razón y quiero que siga así: olvidado.
Un pariente lejano se encargaría de mí. Ya saben, de esos que solo se ven un par de veces al año, como mucho. Creo que era un tío, pero no estoy seguro. Me llevó a su casa en las afueras del pueblo, donde dejaría que sus sirvientes se encargaran de mí. A él le sobraba dinero y le faltaba tiempo.
Cuando llegó la hora de dormir, no pude resistirme a mirar por la ventana. El fantasma, que me había seguido durante todo el camino, todavía estaba ahí. Se había acurrucado en las ramas de un árbol. Había algo extrañamente felino en esa imagen: Como si fuera un gato esperando el momento apropiado para saltar sobre su presa. Aunque “Él” no se parecía a ningún gato que yo hubiera visto.
Esa noche tuve mi primera pesadilla.
Pude ver al fantasma, jugando con un par de dagas pequeñas. Frente a “Él”, sin verlo, estaba parado el asesino de mis padres. Parecía estar esperando a alguien. En medio de ambos había una calle muy transitada.
Antes de que pregunten como reconocí al autor del crimen habiendo olvidado la experiencia, les diré que lo ignoro completamente. Narrando de este modo no parezco muy seguro de mi mismo ¿Verdad? No importa. Cuando están donde yo estoy ahora, no pueden evitar dudar de todo, incluso de los propios pensamientos.
El fantasma comenzó a avanzar. Quise gritar pero no pude. Traté de despertarme y ocurrió lo mismo. En este sueño, yo no tenía cuerpo ni presencia. Era solo un observador. Uno con la certeza de que algo horrible pasaría en cuanto “Él” llegara al otro lado.
Rogué que alguien lo atropellara, lo detuviera. Yo no quería verlo. Pero “Él” saltó de un auto a otro como si la gravedad no existiera. Cuando esto no funcionó, se enroscó sobre sí mismo como una serpiente. Cuando aún esto no fue suficiente, simplemente se quedó allí, dejando que los coches lo atravesaran, sin dañarlo.
Tan pronto como estuvo frente al criminal, lo decapitó.
Solo luego de oír a una mujer gritar hasta ensordecerme, de ver como un automovilista impresionado por la escena producía un choque, de sentir como un yo que no existía siquiera en el sueño era manchado con sangre, pude despertar.
Me sentía débil, más que nunca antes. Estaba sudando y temblaba de pies a cabeza. Levantarme y caminar hasta la ventana me tomó todas mis fuerzas. El fantasma se había bajado del árbol. No había sangre en sus ropas ni armas en sus manos. Todo estaba exactamente igual.
No, algo era diferente. Cuando me di cuenta de qué, no pude evitar horrorizarme: El fantasma estaba un paso más cerca de mí. Era más sólido ahora, más corpóreo. Ya no era una sombra extraterrena sino una con un pie en la tierra.
Sé lo que van a decir ahora, que todo fue un producto de mi imaginación. Daño psicológico provocado por una situación traumática que mi pequeña y joven mente no pudo soportar, Me gusta esa explicación. Yo mismo creería en ella, si la historia terminara ahí.
Al otro día salió en las noticias: El principal sospechoso del asesinato de mi familia había muerto. Una mujer lo había visto todo, pero aseguraba que la cabeza se había separado del cuerpo por sí sola, como si una espada invisible la hubiera cortado. Como es natural, la policía no le prestó demasiada atención. Los noticieros solo la mencionaban para comentar que debió haber contemplado una escena realmente horrible para que afectara su mente de ese modo. No había otros testigos, un choque en cadena ocurrido en el área se había asegurado de ello.

Nada de esto me sorprendió. Yo ya lo había visto. Sabía que “Él” era el causante, pero no había nada que pudiera hacer. Si trataba de decirle la verdad a alguien, me tratarían como a esa señora de la tele. O peor aún por ser un niño: A mi ni siquiera me escucharían. En el mejor de los casos, se limitarían a decirme que el fantasma era un amigo imaginario mío. Aunque yo sabía bien que “Él” no era mi amigo.
Seguí con mi vida lo mejor que pude. Si se me permite decirlo, creo que lo hice bastante bien. Me costó un poco acostumbrarme a la disminución de mis energías (sí, disminución. Nunca me recuperé del todo de la debilidad que sentí aquella noche.) No obstante, pude obtener las fuerzas que necesitaba gracias a un sueño: El de ser un gran abogado, para asegurarme de que todos los criminales estuvieran tras las rejas.
“Él” nunca me abandonó. Con el tiempo, llegué a acostumbrarme a su presencia ¿Por qué no habría de hacerlo? Mientras “Él” permaneciera ahí, el mundo seguiría existiendo.
En el fondo, creo que intuía que, algún día, algo lo haría avanzar otra vez.
Sucedió el mismo día de mi graduación. Tras muchos esfuerzos, finalmente había obtenido el título de abogado ¿Pueden imaginar lo orgulloso que me sentía? Solo hubiera sido más feliz si mi tío, la persona que me había criado y pagado mies estudios, hubiese ido a verme.
Me resultó extraña su ausencia, por lo que decidí pasar a visitarlo. No debí haberlo hecho, tendría que haberme olvidado de que, alguna vez, había tenido un tío. Quizás entonces nada habría pasado.
Lo encontré muerto de un disparo, frente a una caja fuerte abierta y vacía. Llamé de inmediato a la policía. Reunieron suficiente evidencia para encarcelar al culpable (ayudó que la mansión estuviera llena de cámaras). No iban a hacerlo. O al menos, no inmediatamente. El maldito tenía derecho a un juicio. Uno en el que yo, abogado recién graduado, solo podría participar como testigo.
¿Para que habían sido todos mis esfuerzos? ¿Para volver a quedarme solo y no poder hacer nada al respecto? Entonces me di cuenta de algo, que había intentado ignorar durante mucho tiempo: Odiaba este mundo… y ansiaba su destrucción ¿Cómo podía no odiarlo? Este horrible lugar donde la felicidad dura solo un instante, donde uno pasa casi toda la vida persiguiendo ese momento feliz, que nunca llega.
Algunas personas podrían haber reaccionado mal al llegar a una conclusión como esa. Se habrían enfadado y, luego, descargarían su ira sobre otro o sobre sí mismos ¿Qué hice yo? Nada, absolutamente nada. Cambiar el mundo había sido mi sueño, pero la realidad demostraba que no podía ser más que eso.
El futuro se extendía ante mí como un camino oscuro y sin esperanzas. No quería recorrerlo, aunque nadie se molestó en preguntarme.
Cuando me fui a dormir, no parecía demasiado importante despertar al otro día. Seguro, tenía que testificar, pero la policía ya tenía mi declaración y el juicio podía llevarse a cabo sin mí. En cualquier caso, habría sido irrespetuoso no asistir. Tomé una pastilla para dormir, dejándome caer en la inconsciencia.
Procedo a contarles mi segunda pesadilla (no la segunda de toda mi vida, sino la segunda de importancia para esta historia).
El fantasma estaba corriendo por una callejuela estrecha. Había cambiado: Sus movimientos eran ahora algo más humanos (por alguna razón, eso lo volvía aún más aterrador). Las vendas azules que lo formaban tenían una forma más sólida, algo había debajo de ellas; La máscara blanca emitía un débil resplandor blanquecino. Ya no resultaba posible distinguirla del resto de su cabeza, se había fundido a esta, como si fuera su propio rostro.
Cuando llegó a la calle principal, pude ver hasta que punto “Él” había cambiado. Por que ellos también lo vieron, como antes lo había visto yo. Frenaron bruscamente y se quedaron paralizados. He dicho que el fantasma se parecía un poco a un ser humano, pero este parecido era tan escaso que ni siquiera un niño lo confundiría con uno.
Antes de que nadie pudiera hacer o decir nada, “Él” se acercó al primer auto de la fila y, levantándolo con un solo brazo como si pesara menos que una hoja de papel, lo arrojó contra un edificio cercano.
Los otros le dispararon docenas, quizás cientos de veces, dando siempre en el blanco. No le afectó en lo más mínimo. Solo se quedó ahí, inmóvil, hasta que se terminaron las balas. Luego sacó sus dos dagas pequeñas, y acabó con todos ellos.
Por desgracia, no desperté entonces. Fue después de tener cientos de pesadillas, en cada una de las cuales aparecía el fantasma, más fuerte y terrible que antes, que pude despertar. Me sentía al borde de la muerte. Y parecía estarlo. Estaba extremadamente delgado, con la pálida piel casi pegada a los huesos. No podía dar siquiera dos pasos sin caerme de cansancio.
El mundo ya no era el mismo de antes: Millones de personas habían muerto. Las que quedaban vivían encerradas en sus casas, temerosas de aventurarse al exterior, donde la muerte las estaba esperando. Los gobiernos no podían hacer nada por falta de recursos y personal. La humanidad entera estaba muriendo por mi culpa.
Porque, si mis sospechas eran ciertas, yo era el fantasma, o al menos, una parte de el. Decirlo me condujo de inmediato al manicomio. En realidad, me condujo a varios manicomios. La mayoría de ellos estaban llenos, así que tardaron en encontrar uno que pudiese atenderme. Aparentemente, la mía era una forma de demencia bastante común en estos tiempos.
Cada noche tenía una pesadilla peor que la anterior. En una ocasión “Él” arrojó sus dos dagas al cielo y millones de ellas llovieron sobre una ciudad desafortunada. En otra vi como borraba de la existencia a una persona con solo un gesto de sus manos. La noche siguiente hizo lo mismo con todo un edificio.
Sabía que algún día ya no le quedaría nada por destruir.
Anoche ocurrió: El fantasma los mató a todos. Alzó los ojos al cielo y soltó un largo, agudo e inhumano grito. Redujo a polvo a todos los que lo oyeron, convirtió los edificios en escombros, extinguió la vida de las plantas y animales, secó los océanos; mató el mundo.
Yo sigo vivo, aunque no creo seguir así por mucho tiempo. Escribo esta historia para un sobreviviente que sé que no existe, haciendo comentarios a voces que no puedo escuchar. Como quisiera estar loco, para así poder oírlas y creer en un mañana. Pero no lo estoy, ni puedo ya estarlo. Ni siquiera ahora se cumplen mis deseos.
Se me nubla la vista. Casi no puedo mover las manos. Se que “Él” está cerca, probablemente para exterminarme a mi también. O talvez solo sea que se me está terminando la tinta. Es todo lo que me queda, el último fragmento de color en este mundo en ruinas, esta valiosa tinta roja.

El fantasma se levantó del suelo y sacudió el polvo de sus ropas. Contempló las palabras frente a “Él” y pensó borrarlas, destruirlas al igual que todo lo demás. No pudo, algo lo contuvo. Quizás aún quedara algo en él, algo de aquel niño sin padres. En todo caso, su misión estaba completa.
NO, debía asegurarse de que TODO desapareciera. Lo supo en cuanto vio el cielo, plagado de estrellas. Tendría que apagarlas a todas y entonces, cuando hubiese terminado volvería a borrar esas palabras.
Y nunca más voz alguna volvió a ser oída sobre la faz de la tierra.
FIN.

viernes, 16 de abril de 2010

El duende del Sauce



Se acercaba fin de año y se asomaba una vez más la trágica fecha de la navidad. Desde que mi viejo falleció, las reuniones de familia se fueron dispersando y año tras año las cenas se hicieron cada vez más melancólicas. El año anterior había probado brindar con la vieja, pero el edificio donde se hospeda tenía tanto olor a pis que no me era posible distinguirle el gusto al lechón que había comprado en el Wall Mart. Para colmo el Alseimer estaba ya tan avanzado que no hubo forma de convencerla de que la copa no servía para hablar con su mamá, en primer lugar porque no era el tubo de un teléfono como ella se creía y en segundo lugar porque su mamá se había muerto hacía más de treinta años. Desistí definitivamente cuando empezó a tener una charla íntima y fluida con la botella de sidra “Primer Precio” en la cual era evidente que yo no estaba incluido y, por lo tanto, una buena excusa para dejarlos solos.
Por eso esta vuelta había decidido no respetar las tradiciones y opté por irme a la antigua casa de mis tías, que se encontraba en el llamado “Pueblo De Los Árboles Caídos” una localidad casi invisible llamada así por el elevado número de sauces llorones que inundaba la zona. Cuando el pueblo estaba naciendo esos árboles recién llegaban al país en los barcos extranjeros, y al parecer al fundador se le fue un poquito la mano con las semillitas. De todas maneras era pintoresco ver esa especie de cortinado verde cayendo en la rivera de aquel arroyito cantador, como si fuese la voz principal de una ópera que permanece eternamente vocalizando detrás de un telón cerrado.
De chiquito siempre me costó ir a ese lugar por las cosas que se comentaba entre los pueblerinos. Como es un pueblo chico los mitos están siempre a flor de piel, y “El Duende Del Sauce” fue desde épocas inmemorables, comentado, temido y respetado. A los ocho años nuestras tías nos obligaban a estar adentro porque el duende nos podía atrapar, y, diga lo que diga cualquier psicólogo infantil, el método era admirablemente efectivo para que nosotros, que éramos rebeldes por naturaleza, respetemos estrictamente las normas de la casa. Lo que se rumoreaba entre los lugareños era que se lo solía ver muy tranquilo sentado en alguna rama de algún sauce, y que si algún curioso tenía la osadía de observarlo, el duende, que era descarado como cualquier duende medianamente respetable, se aparecía de inmediato cerca del mirón para torturarlo con sus travesuras, que nadie nunca supo decir si eran o no inofensivas, pero por las dudas todos sugerían no mirar de noche aquellos árboles que inundaban casi la totalidad del paisaje. Por eso cuando oscurecía las cortinas de las casas se bajaban sin excepción.
La cuestión es que ya con treinta y cinco añitos me daba un poco de vergüenza dejar de ir por el Duende del Sauce. Ya hacía muchos veranos que no me tomaba unas buenas vacaciones y sumado a que el laburo estaba a punto de estropearme en carácter definitivo las pocas neuronas que me quedaban, preparé el auto sin pensarlo demasiado para embarcarme hacia aquel pueblito de la infancia.
Y ahí me mande nomás, con un par de libritos, el termo, el mate, treinta kilos de yerba por las dudas, un poco de carne, unos carbones, unos copetes... que sé yo, algo para pasar un fin de semana navideño en completa armonía y soledad. Eso sí, no me llevé ni radio ni telefonito. Quería descansar un poco la cabeza, o al menos lo que me quedaba de ella.
Llegué cerca del mediodía. Desayuné un poco y me dediqué a limpiar los sectores de la casa que iba a usar durante los días que durara mi estadía. Hacía años que nadie se ocupaba de las tareas domésticas y las ratas daban claras muestras de haberse dado cuenta hacía ya un buen tiempo.
Mientras cortaba el pasto salió a saludarme el primer vecino. Se acercó en son de paz y durante toda la introducción de la charla se la pasó lamentando la muerte de mis tías, dos solteronas que para lo único que existían era para ganarse el aprecio de los que vivían cerca regalándoles porciones de tartas y budines caseros, que era lo único que hacían durante todo el día. Y de a poco, con una notable maniobra del lenguaje que no alcancé a advertir en su momento, me fue llevando al tema preferido de la gente de aquellas desoladas regiones: “El Duende del Sauce”. Puse la mejor cara de hipócrita que me salió, y respondí con falso interés sus advertencias, sin cometer el error de decirle que yo no creía en esas cosas. Una vez tuve la mala idea de decirle a un testigo de Jehová que era ateo y me tuvo la mitad del domingo intentando convencerme de que si no leía su revistita y rezaba tres padre nuestro antes de acostarme, esa misma noche iba a pasar a buscarme el mismísimo Belcebú para llevarme con él a las temibles profundidades del infierno que un hereje como yo se merecía. La verdad era que me tenían los huevos al plato con ese duende de mierda que no era más que el producto de un infantil delirio colectivo. Me aburrió con lo de siempre: que los perjudicados eran los curiosos, que el cuidado había que tenerlo a la noche, y que a la belleza de los sauces había que aprovecharla únicamente durante el día. Pero agregó algo más que yo desconocía: el Duende del Sauce tenía, naturalmente, poderes mágicos, los cuales utilizaba para adivinar el punto débil de la víctima haciendo que su ataque sea profundo y efectivo. Me aseguró no saber si tenía o no intenciones de lastimar a la gente, pero que conocía muchos cuentos terribles que no los quería reproducir en ese momento para no perturbarme la víspera de la navidad, sin darse cuenta que con su embolada visita ya me la había perturbado más de lo que yo hubiese querido.
Por fin se fue, y durante la tarde pasé una de las horas más felices de mi vida. Me sentía en la gloria tirado sobre el pasto recién cortado, mirando el cielo con el ombligo y dejando fluir toda expresión espontánea de mi cuerpo sin reprimirle su libre voluntad de volumen, aroma u orificio. Pero mi felicidad radicaba principalmente en la distancia abismal que existía entre mi cerebro y la mala onda del archirompepelotas de mi jefe. Qué lindo era estar sin diarios, sin noticieros, y sin un compañero de trabajo que te relate las noticias por segunda vez en el día con el odioso y trillado tono de la indignación. En ese lugar no escuchaba más que los pajaritos y por suerte ninguno interrumpía su canto para brindar ningún servicio meteorológico que informara el pronostico del resto de la jornada.
A la tardecita empecé a hacer el fuego. Corté unos salamines que muy inteligentemente había tenido la prudencia de llevar, y puse un par de costillitas para que fueran asándose con paciente lentitud. En ese momento, como era de esperarse, salió el último vecino que vi en el día a advertirme que entrara porque al Duende del Sauce no le iba a gustar que un forastero como yo estuviese haciendo fuego hasta tarde. Yo le levanté la mano con cara de no saber qué significaba forastero y seguí con lo mío. Opté en cambio por descorcharme la primer cervecita y me desabroché la camisa para que mi panza me hiciese un poco de compañía en aquella solitaria velada. Pobrecita, tan escondida la tengo siempre en la ciudad que decidí invitarla al menos a esta particular cena navideña.
Cuando sentí el primer chistido ya me estaba terminando la segunda Palermo. Lo primero que imaginé fue al vecino que, contradiciendo sus propias advertencias, se acercaba exponiéndose a los peligros del duende para manguearme un pedazo de asado. Me acuerdo que se me ocurrió decirle que lo que estaba en la parrilla no era carne de vaca sino que el duende se me había hecho el loco justo cuando tenía la cuchilla en la mano. En una de esas se la creía y decidía no comerme la comida. Pero cuando me di vuelta no encontré más que la cortadora de pasto estacionada junto al montón de yuyos verdes que yo había juntado durante la tarde. No le di mayor importancia. Con dos birrines encima uno se abre a cualquier experiencia del tercer tipo, y hasta del cuarto y del quinto. Pero a los pocos minutos el chistido se repitió. Esta vez mi reacción fue un poco más neurótica y di vuelta la cabeza a la velocidad de la luz. Para tener una experiencia del tercer tipo faltaba un chistido más, así que opté por tranquilizarme y distraerme un poco con el asado. Pero entonces la cosa se puso más directa. Desde la espesura misma de la noche uno de esos coquitos que caen de las plantas voló con aparente autonomía y me pegó directa y ruidosamente en el medio de la frente. Ya no hizo falta darme vuelta para comprobar que no había nadie en frente mío. Me puse a gritar con fingido coraje quién andaba ahí, y a exigir que si de verdad se creía tan vivo que se acercara. No obtuve más respuesta que otro coquito por el otro lado, y ahí, sin reflexión mediante, perdí en un segundo toda la calma que había ganado en el transcurso de la tarde. Recontraputié de arriba abajo al gracioso y lo amenacé con cagarlo a trompadas si no aparecía. Di toda la vuelta a la casa corriendo, gritando y transpirando como un loco, pero cuando llegué de nuevo al frente detuve en seco la marcha de los pies junto con la de los pulmones. El tipo estaba ahí, lo más tranquilo, hamacando los pies como un nene sentado en la rama más baja de un sauce. Yo me quedé mirándolo sin mover un solo músculo congelado por el susto, y entonces advertí que su mano izquierda estaba repleta de esos coquitos que mi frente había recibido hacía apenas unos minutos. Agarró uno con la derecha, se lo metió en la boca como para comérselo, lo saboreó un poco y me lo escupió en el medio de los ojos con una envidiable puntería. Festejó su acierto con un sobrio grito de victoria mientras alzaba las manos haciendo volar los coquitos como papel picado, y con total parsimonia se dejó caer suavemente hacia el suelo. Era verde, flaco y petiso como los duendes de las películas, pero no tenía ese clásico bonete puntiagudo, y en su lugar exhibía una amplia pelada más impactante que la de mi suegro, sobre todo porque en este caso yo la podía contemplar directamente desde arriba.
De a poquito se fue acercando a la parrilla con las manos entrelazadas en la cintura, como si fuese un inspector de bromatología que está por corroborar una falta imperdonable o, mejor dicho, una coima generosa. De pronto descubrió el salamín cortado sobre la tabla y me miró en un ágil movimiento de cabeza mientras lo señalaba, como diciendo “¿puedo?”. Yo asentí en silencio y él, con una sonrisa que expresaba un cínico agradecimiento, se cortó dos tajadas de pan, se sirvió un baso de cerveza y se sentó con los pies encima del respaldo de la silla contigua a disfrutar de mi involuntaria invitación. Se mandó el sándwich que se había armado con una hábil sacudida de muñeca y sin terminar de masticarlo le pegó un buen trago a la cerveza que un poco se le quería escapar por las comisuras de la boca. Sin alcanzar a tragar del todo empezó a hablar como si estuviese continuando una conversación ya empezada hacía horas.
-¿Sabés lo que pasa hermano? Yo te voy a decir lo que pasa. Pasa que estoy repodrido de asustar a los mismos pelotudos de siempre. – Quedé sorprendido al escuchar que de ese extraño ser, que no parecía mayor que un adolescente, salía la voz de un señor de por lo menos sesenta años– Para colmo cada vez que viene un extranjero no pasan ni diez minutos que ya alguno de estos de los que vive acá le va con el chisme de que “guarda con el duende, guarda con el duende”. Claro, estos salamines no tienen un sorongo que hacer en todo el día y se entretienen cagandole el laburo a un pobre diablo como yo. Ha... hablando de salamines loco; un espectáculo. – Agregó el duende mientras levantaba como un trofeo un segundo sándwich que se había ido preparando mientras conversaba y, sin dudar se lo mandó entero a la boca. – Y enshima ficado brueso ¿ño? – Yo asentí con la cabeza mientras me sacudía algunas migas que me llegaron al pantalón. Hizo un gran esfuerzo por tragar y continuó mientras se preparaba una tercera tajada - ¿Sabés cuanto hacía que no comía un buen salamín? Estos viejos de mierda se la pasan comiendo ensalada de porotos y puré de calabaza. Y al final terminan asustándome ellos a mí con los pedos que se tiran mientras duermen. No, si te digo, este lugar es una verdadera cagada, en el sentido más literal de la palabra – Y carcajeó festejando su propio chiste, que desembocó en una terrible tosida que casi lo hace escupir todo lo que tenía en la boca. Se calmó, se golpeó el pecho y continuó. – Vivir en un pueblo es terrible, créeme. Todos los días son iguales. Que los grillitos, que las ranitas, que el arroyito... Un embole. Si por lo menos hubiese un buen bulo, aunque fuesen dos gordas patas de flan, no importa, algo para hacer ¿Viste?. Pero acá nada, che, pero lo que se dice nada, nada. Y lo peor es que el laburo está flaco hermano. Antes aunque sea los pibes se cagaban hasta las patas conmigo. Ahora están todos re abichados. Con tanta tele y tanta interné, para asustarlo hace falta una súper producción de Hollywood, y acá viste yo laburo con bajo presupuesto, qué voy a hacer, es la que hay... Si aunque sea trabajara con otro, por ahí la cosa sería distinta, que sé yo. Igual te digo una cosa, he escuchado de otros duendes que trabajaban asociados y terminaron queriéndose arrancar las pestañas a mordiscones. A la hora de los números nadie es amigo de nadie ¿Viste? Pero te soy sincero, a veces me dan ganas de darme una vueltita por Misiones y traerme al Pombero ese para que me dé una regia manito. Yo lo conozco, es macanudo el pibe. Pero mientras tanto, ¿Quién se hace cargo de todo esto? Por más que no pase nada tengo que estar acá ¿Viste? El laburo de duende es así, te tiene atado, no te deja mandar una. Yo me fui a quejar al sindicato, pero si te dan una semana por año tenés que darles las gracias y besarle las patas, y con una semana no llego ni a la ruta. O qué querés ¿qué me tome un bondi? No se puede papi, un duende, hoy en día, está discriminado por la sociedad, no hay vuelta que darle. A esta altura del partido esas cosas siguen pasando, es la realidad, la triste realidad. Pero hay que comersela. Y también les dije a los del sindicato que necesitaba otras condiciones laborales, che. ¿Sabés loco, lo que es dormir todos los días en esa ramita de mierda? Yo me levanto con tortícolis, calambres, dolores de cabeza, de columna, de ojete, todo junto. Ya estoy viejo para estas cosas. Te digo la verdad flaco, yo no aguanto más, te juro ¿he? no aguanto más.
El duende me siguió hablando durante toda la noche, sin dejarme ni tiempo para descomprimir el efecto diurético de la cerveza. Por suerte mientras estuvo él presente no tomé un sorbo más. En realidad nunca me convidó. Se las buscó, se las sirvió y se las tomó él solito. Ni siquiera me invitó a sentarme. Se la pasó hablando de que su mujer no podía entender que un lavarropas, una cocina y una computadora no se podían subir a un árbol, de que sus amigos hacía años que a sus espaldas le decían “El Duende Llorón”, de que todas las minas lo tenían como un viejo verde, de que ya no asustaba como antes, de que la gente por tanto cine ya lo había confundido con E.T., con un Gremblin, y hasta con Gollum, ese bicho horrible y ambicioso de El Señor de los Añillos, y terminó diciéndome que le hacía un enorme favor si le pasaba el número de algun terapeuta de confianza. Sinceramente el duende era insoportable, pero estaba realmente triste, así que opté por hacerle la gauchada de escucharlo lo más que pude. Se notaba que necesitaba hablar. Pero cuando la cosa ya estaba por clarear, el duende empezó realmente a asustarme. Me abrazó, me dijo que era la única persona que lo escuchaba y lo entendía, me habló de un mega proyecto televisivo con el que nos íbamos a llenar de guita y me aseguró que los Pekes iban a ser un poroto al lado de las ideas que él tenía. Cuando ya me temblaban las piernas de terror me pidió que lo esperara, que subía a buscar no sé qué cosa al árbol y que se venía conmigo a empezar un negocio “demoledor”. Ni bien puso un pie en la primer rama salí corriendo con tremenda desesperación al auto y lo saqué arando sin preocuparme por la prolijidad del pasto, por el sueño de los vecinos ni por la integridad del motor.
Me costó varios días recuperarme del shock. Nunca sentí tanto miedo. Realmente el Duende del Sauce era más peligroso de lo que pensaba. Me prometí no volver jamás a aquel lugar e iniciar los trámites para poner la casa en venta, y a pesar de que fue uno de los episodios más angustiantes que he pasado, después de aquel día empecé a ir a trabajar con un humor tan poco habitual en mí que mis compañeros me hablaban con cierta distancia y me miraban con absoluta desconfianza. Pero lejos de preocuparme estoy tranquilo de que así sea, porque no sé si será que el episodio con el duende me despertó mi costado obsesivo y paranoico, pero la verdad es que en más de una ocasión me pareció encontrarle un tono un poco verdoso a la piel de la gente que trabaja conmigo, al punto de sospechar que ellos en realidad eran duendes que se pintaban la cara para escapar de esa difícil y desgastante profesión. Quién te dice, tal vez el mundo está repleto de duendes maquillados y disfrazados y nosotros ni siquiera nos damos cuenta. Será cuestión de estar atentos.


Germán