El Otro
“Hay otro hombre dentro de mí que está enojado conmigo” - sir Thomas browne
Hubo un momento de mi vida en el que me convencí de que no iba a poder volver a escribir algo valioso. Fue mas o menos cuando comencé a ver que todos mis textos empezaban igual, que todos los personajes eran el mismo, y que las palabras que salían de mi lapicera no hacían más que marcar con tinta, una y otra vez, el mismo camino que yo en alguna ocasión recorrí a pie. El resultado final era siempre triste, rara vez bello y nunca significativo. Parecía que escribiendo solo lograba multiplicarme a mi mismo en mil caras distintas que compartían un mismo corazón pero sin dividirse sus penas. Escribir se transformó entonces en una actividad tediosa y agotadora.
Traté de cambiar de estilo y de personajes, pero este se sentía falso, afectado, y ellos huecos e imposibles de sobrellevar. Entendí que todos mis protagonistas pretendían ser otros a partir de una misma estructura, por lo cual sus diferencias apenas si eran superficiales, cuando no inexistentes. Me vi entonces ante la hercúlea tarea de cambiar la estructura, es decir, cambiarme a mi mismo, y creyéndome más parecido a Mary Shelley que al doctor Frankenstein puse manos a la obra para crear al personaje más grande de todos, uno que a partir de una vida y experiencias y emociones inventadas pudiera ponerse en mi lugar y escribir como yo ya no podía.
El punto de partida para este nuevo ser era obvio: mi seudónimo. Tomé ese nombre ridículo y vacío, más un requerimiento de los concursos literarios que una verdadera necesidad, y comencé a llenarlo con las cosas que tenía a mano, con ficciones que diluidas podían pasar por realidades embriagadas. Películas y libros fueron los principales donadores de personalidad y a partir de ellos fui armando: el cinismo de un duro detective noir, la pasión de dos o tres dioses griegos y la obstinada voluntad de hierro de un héroe de acción. Un poco de desfachatez por acá, un poco de saña por allá, cierta extravagancia perdonable y algunos toques más de color literario. Todo esto unido por el deseo de escribir, más una necesidad física que un mero pasatiempo. Una verdadera razón de ser. Cuando el engendro estuvo listo y pude verlo en su totalidad, gravé con fuego la pieza final, el emet en el paladar que le daría vida a mi golem, y lo encadené a este mundo otorgándole un apellido. Ese fue el último movimiento alquímico y al acabar casi pude verlo abrir los ojos y sonreír.
Lo puse a trabajar inmediatamente y sin descanso por días y noches, durante semanas, y al cabo de muy poco tiempo mi heterónimo ya tenía un estilo y un corpus propios, completamente distintos a los que yo había desarrollado hasta ese momento. Sus cuentos eran fantásticos. Historias de aventuras y de terror contadas con una voz que los hacía parecer no solo creíbles, sino incluso posibles. En estos relatos el amor podía existir, y además era siempre correspondido. Sus personajes aparecían ante los ojos del los lectores nítidos, casi corpóreos, humanos en todos sus detalles y capaces tanto de las hazañas más heroicas como de los actos más terribles imaginables. Todo era justificable en su lógica interna.
Por más fabulosos que fueran estos cuentos, más sorprendentes aún eran sus monólogos. En ellos se ponía en evidencia una mente brillante, poseedora de un ingenio incomprensible, incluso para mí. Estos textos alcanzaban profundidades incalculables, donde el hecho más particular y ordinario se encontraba con su perdida raíz universal, y luego de jugar con ella bajo tierra emergía nuevamente, renovado y puro, intachable.
Yo seguí escribiendo, pero cada vez más espaciadamente, hasta que mis lectores habituales, familia y amigos principalmente, se convirtieron sin darse cuenta en seguidores suyos, y yo lentamente dejé que me fundieran entre sus palabras. Simplemente me resigné a aceptar el crédito de mi otro yo, secreto y artificial.
Fue solo cuestión de tiempo para que comenzaran a referirse a mi con su nombre. Totalmente desconocedores de lo que en realidad pasaba pensaron “mismo objeto, distinto representamen” y a mi no me molestó. Ya estaba aprovechándome de su creatividad, por lo que apoderarme de su personalidad me pareció hasta beneficioso. Eso que había creado metódica y detalladamente para gustar a la gente era sin dudas mejor que lo que en suerte me había tocado ser. Era la posibilidad de cambio que había querido toda la vida y la tomé sin reparar en las consecuencias.
De esta manera, mientras mi heterónimo escribía las obras que fascinaban a mi escaso público, yo encarnaba su forma de ser, aplicándola en mi día a día, actuando para ellos y para mi. Esto, indiferentemente de lo que crean, no fue siempre una tarea fácil, siendo mi otro yo como era, diametralmente opuesto a mi mismo. Tuve que esforzarme hasta límites que no conocía y si bien tuvo sus ventajas, cuando llegaba al final del día no podía evitar sentirme lo que era en realidad: un hipócrita y un actor. Y me era imposible negarlo.
Volvieron el tedio y el cansancio. La fascinación que me producían sus obras fue desapareciendo también, a medida que los notaba cada vez más oscuros y amorales. Continuamente se filtraba en ellos una ironía cruel, tóxica, que buscaba ofender al lector y al buen gusto y que, para colmo, me era imposible controlar. Me di cuenta de que esta era una movida intencional, específicamente diseñada para perjudicarme a mí por sobre todo. Para destruir con infamias la imagen de la que me había apropiado. Era una venganza.
Finalmente, cuando llegue a casa un día lo encontré sentado en el living, plácidamente acomodado en mi sillón, tomando cerveza y charlando con un par de mis amigos más cercanos. Todos reían a carcajadas fruto de alguna de sus ácidas bromas y festejaban sus comentarios más mordaces. Nadie parecía verme, parado en el umbral, con las llaves en la mano y la boca abierta. Nadie nunca se percató de que no era yo el que blasfemaba a los gritos en esa habitación. Solo mi heterónimo cada tanto desviaba fugazmente la mirada para clavar sus ojos lleno de odio en mí y ensanchar su sonrisa diabólica.
J.M.F
H:M
Este que acaban, o no, de leer es el cuento que arme a partir de la consigna que llevó Santi al taller el lunes pasado. Se que no se parece mucho a la idea original, pero cuando me puse a pensar con quien me es imposible ponerme de acuerdo (a quien a veces no soporto) la respuesta vino en seguida: Yo mismo.