Gente, aca les dejo el cuento que salio del encuentro de hoy, espero que les guste. A mi, por lo menos, me divirtio hacerlo.
Juguemos en el Bosque
“…Veintiocho, veintinueve y ¡Treinta! Punto y coma ¡El que no se escondió, se embroma!”
Gritó el pilluelo y se volteó rápidamente, esperando agarrar a su hermanita in fraganti mientras corría en busca de un escondite. Pero no, no había nadie. El bosque, tan espeso en este punto, permanecía estático. Expectante. Las copas de los árboles formaban una cúpula en lo alto que solo dejaba entrar la luz cada tanto y de a poquito, en forma de finos haces de luz que raramente llegaban a iluminar el suelo. Los trinos de los pájaros y los ruidos comunes de la naturaleza se perdían en la espesura de las ramas. El monte entero parecía contener el aliento, como un animal agazapado antes de atacar.
“¡Mara!...Mara ¿Dónde estas?”
Caminaba lento, extremando las precauciones para no hacer un ruido que lo delatara. No quería que Mara, desde donde sea que se estuviera escondiendo, se diera cuenta de que se alejaba de la base, dejándola desprotegida, para salir a buscarla. No quería perder, y menos contra una nena. Por eso el pequeñin caminaba despacito despacito, cuidándose de no pisar las ramitas caídas y esquivando las hojas secas. Siempre en puntillas, para no despertar al bosque.
“… ¿Dónde te escondiste, Mara?”
Se estaba alejando mucho, más allá de lo que tenían permitido. Nunca habían ido tan lejos antes, y le estaba empezando a picar el miedo. No lo iba a aceptar, claro está, pero sabía que no tenían que estar ahí, que estaba prohibido, y eso lo asustaba. No quería seguir adelante, pero tampoco podía volver atrás sin su hermanita, así que se quedó parado ahí. Clavado en el suelo, sintiendo el pasto y las hormigas haciéndole cosquillas entre los dedos de los pies, trató de oír algo en medio del espeso silencio que lo rodeaba. Cada vez estaba más inquieto.
“¡Sabes que papá y mamá no nos dejan alejarnos tanto!”
Gritó la criaturita, aunque por adentro pensaba “volvé, que me da miedo”. Quietito quietito, casi paralizado, esperó una respuesta que no vino. En su lugar llegó hasta él el lejano rumor de una risa aguda e infantil. Que su hermana se burlara de él lo enojó, y por un momento se olvidó del miedo que sentía y corrió hacía donde creyó que provenía el ruido. A medida que avanzaba el rumor se sentía más cercano, pero al mismo tiempo el tono era distinto: ya no estaba seguro de que se tratara de su hermana. La duda lo paró en seco, y casi inmediatamente también cesó la risa. Nuevamente lo rodeaba un silencio sepulcral.
“¡Dale! Salí que ya te vi: ¡estas atrás del árbol!”
Estaban en un bosque, muy seguramente Mara estaría detrás de un árbol, y si bien él aún no sabía detrás de cual, solo quería dar el juego por terminado y volver a casa. Ya no era divertido. Sin darse cuenta se había alejado aún más, persiguiendo la risa que pensó que era de su hermanita. Adonde estaba ahora los árboles estaban más espaciados, se podía caminar sin problemas entre ellos, y en algunos lugares se veían pequeños claros completamente desforestados, bañados de la cálida luz del sol. Nunca había visto esa parte del bosque. Sus padres le habían dicho que no se suponía que la viera. Estaba prohibida, y solo los grandes tenían permitido llegar hasta ahí. De repente una carcajada rompió el silencio, y una multitud de pequeñas risas la siguieron, colándose por las grietas y esparciéndose todo a su alrededor, como campanitas colgadas de las ramas.
“Mara… ¿Estás atrás del árbol?”
Un hilito le voz que se le quebró. Ya no podía disimular el miedo que sentía. Estaba aterrorizado: las piernas le temblaban incontrolablemente, y de sus grandes ojos le salían lágrimas a borbotones. Así y todo, todavía no podía encontrar dentro de si mismo las fuerzas necesarias para llorar a los gritos, como su pobre corazón parecía pedirle en medio de tanta angustia. Solamente se quedó ahí, mudo, deseando que todo fuera un sueño.
“…”
Las risas se acercaban correteando entre los árboles, escondiéndose en los arbustos, rodeándolo. De a poco se hicieron visibles. Una tras otra pequeñísimas siluetas se fueron recortando contra la luz del atardecer. Avanzaban de a saltitos, moviendo arriba y abajo sus brazos finos y sus dedos puntiagudos mientras se sacudían en los espasmos que les producía la risa. Sus ojos, dos por cabeza, brillaban como pequeñas piedras preciosas, pero extrañamente parecían no verlo donde se encontraba, medio camuflado en una porción aún oscura de bosque. Uno de ellos, sin embargo, se adelantó al grupo, y saltando de un lado a otro llegó frente a él sin darse cuenta. Durante un segundo se miraron, pero solo fue un segundo: el diminuto ser abrió su boca, rebosante de dientes, y dejó escapar un alarido desgarrador que caló en los huesos del pequeñín.
“¡UN MONSTRUOOOO, mamaaaaaaaaaaaaá!”
Eso fue lo último que el pequeño mosntruin escuchó antes de caer desmayado en las afueras del bosque. Quién hubiera pensado que los humanos de los que tanto hablaban los cuentos de terror eran reales.H:M